La Libertad es Existencia

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LA LIBERTAD ES EXISTENCIA
(A propósito de cómo ser-en-comunidad)



“¿Cómo puedo ser cuando otro es?”
Goethe

“Cierto que Allah no cambia lo que una gente tiene
hasta que ellos no han cambiado lo que hay en sí mismos”
Corán, XIII, 11



Vamos a intentar poner en términos de hoy algunas nociones sobre cómo ser-en–comunidad, más allá de la abstracción formal del derecho y más allá, por supuesto, de la frialdad y falacia con la que la política oficial, burocrática, trata estos temas y asegura su significado real y cotidiano.

Antes de nada afirmamos categóricamente que, hoy por hoy, es erróneo buscar acuerdos o armonías generales entre un discurso y la práctica cotidiana, porque eso es algo que no funciona nunca. Pero como razonamiento general, se trata de desarrollar la propia acción política sobre la base del principio de que los propios proyectos no deben aplicarse a la realidad, sino más bien deben ser las exigencias que la realidad expresa las que uno debe acoger sin juzgarlas a priori, intentando luego reconformarlas en un proyecto.

La época de la política como macroproyecto está absolutamente superada. Hay tal inflacción de discursos políticos que la pretensión de poder prever, programar o proyectar a priori es simplemente ridícula. Lo único que podemos hacer es estar atentos a todas las instancias de orden, a todos los momentos de forma. Y aprovecharlos, intentar potenciarlos. Hoy no se puede vencer en política diciendo este es mi proyecto, esta es mi idea, adheríos a ella. Ha pasado la época de la gran rebelión de las masas. La masa ya no existe. Existen los individuos en el sentido más capilar del término, y es dificilísimo recuperar la dimensión política de ésto.

Por tanto, si queremos recrear un discurso social, debemos volver a pensar un nuevo “espacio de lenguaje”, de lo contrario corremos el riesgo de perder completamente las referencias sociales, y caer en un tipo de comunidad endogámica, que siempre resulta “funcional” en la medida en que las responsabilidades que presenta el entorno son limitadas, y son susceptibles de un control administrativo y racional. El sistema de poder que se desprende, por tanto, está más fundado en la desesperante banalidad de los pequeños privilegios, que en la valerosa actitud de los grandes sacrificios. ¿Acaso no sobreviven muchos a su debilidad común a cambio de pequeñas ventajas?

En suma, el conjunto de este tipo de comunidad soporta una miseria que no puede esperar que mejore más que por medio de una apatía mayor todavía. En este contexto, pues, no prosperan más que la chusma y la caterva, esa gente necia que se les va todo en decir: los charlatanes, los chismosos, los mentirosos, los entremetidos, los soberbios, los satisfechos y presumidos, los calumniadores, los ociosos, los difamadores, los hipócritas, los cobardes, etc.

Sin embargo, todos conocemos cómo en la historia hay suficientes elementos como para poder, de forma natural, recuperar ese discurso de lo social que se configura en el mejor modelo de comunidad que ha existido en la tierra: Medina al-Munawara, la ciudad del Profeta Muhammad, que Allah bendiga y le conceda paz. Un modelo de comunidad que está en las antípodas de cualquier tipo de papanatismo alrededor de la ciudad moderna, construída según la ideología judeo-cristiana del “progreso siempre postergado a un futuro inalcanzable.” Porque –como advierte Shayj Abdalqadir al-Murabit– “las luces de Medina al-Munawwara no eran sus casas ni sus calles, sino los Sahaba (Compañeros del Profeta Muhammad, que Allah bendiga y le conceda paz) que allí vivían” (1), y porque “en el Islam no hay manera de separar a la élite de poder que mantiene una postura ideológica determinada, de lo que a su vez será el carácter, la identidad, el método y la naturaleza del fenómeno islámico en su forma más básica” (2).

Habría que partir, entonces –como indica Shayj Abdalqadir en otro trabajo–, del concepto de la Gestalt como parte de un mundo mítico, según la definición del antropólogo suizo Walter Burkert: “una narración estructurada por una secuencia de actos, aplicada a hechos corrientes”. Por tanto, “el individuo deja de ser la entidad única de las masas” (3). Así, estudiando la obra Ser y Tiempo donde Heidegger expone sus reflexiones sobre el ser-en-comunidad “auténtica” y el rechazo de las formas democráticas de la vida social, Shayj Abdalqadir señala que “lo que (Heidegger) hizo fue nada menos que dejar a un lado la imagen del hombre como el producto final esclavizado de una funcionalidad y pasividad no confrontadas y reemplazó esta imagen con una visión del hombre como un ser centrado en un proyecto, activo y comprometido, en dar cara a su razón de ser y a su mortalidad” (4).

Por lo tanto, una comunidad auténtica no se sustenta jamás en valores democráticos, esto es, no se fundamenta en el consenso, el desacuerdo y el recambio arbitrario de las personas que gobiernan, tal como prescribe el desencarnado modelo ético liberal vigente, hoy por hoy, en casi todo el mundo. Esto es especialmente cierto, pero se hace temible cuando prevalecen las relaciones primarias, cara a cara, al mismo tiempo que se mantiene “la comunidad” como institución con estructura impersonal regulada por la norma, porque ello es percibido siempre como no vinculante interiormente. De ahí al “clan” como forma de gobierno sólo hay un paso. Entonces, unos pocos colocan en primer lugar sus exigencias específicas y, cómo no, las de su grupo familiar o generacional, cuyas decisiones políticas jamás se airean públicamente, sino todo lo contrario, quedan en el secreto, que –como muy bien se sabe– constituye el alma de todo poder “burocrático”. En este sentido, las decisiones políticas no conocen jerarquías, sino mallas. En consecuencia ocurre que cuanto más empeño ponen estos grupos familiares o generacionales en vaciar de contenido el presente, a base de remitir a los demás hacia el futuro, con el argumento de las urgencias de un proyecto, el proceso de integración en la comunidad no puede ser de otra manera que “como si”. Entonces, la ironía contra la política y la desconfianza frente a los “proyectos” campean por sus fueros. Tal vez se trate de eso, tal vez no sea otro el efecto, tan perverso como deseado, que se sigue de semejante premisa: justificar cualquier fracaso del presente con la impunidad de saber que nunca será recordado.

Así pues, quienes defienden una política de “clan” o, lo que es lo mismo, una política familista, acaban teniendo serias dificultades en considerar a los demás de forma correcta; por el contrario, tienden a subdividirlos en “amigos” y “enemigos”, propiciando, entonces, el trato preferencial y, en consecuencia, el elitismo de tipo genealógico. En este punto, el régimen que se define como “clan”, y precisamente por esta característica de ser “clan”, se encuentra completamente libre de obligaciones legales, hasta el extremo de no llegar a reconocer incluso a la gente de conocimiento y honesta de carácter.

La lucha política consistirá, entonces, en “castigar a los enemigos” y “compensar a los amigos”. Pero se olvida que, entre quien vence y quien pierde, existe un terreno común, un conjunto de valores compartidos, que constituyen el “sentido de la comunidad” o bien, dicho de otra manera, el sentimiento del “interés público”. Existe, en otras palabras, un elemento de la comunidad pre-político que une a todos como miembros de una sola comunidad.

Jünger lo explica de la siguiente manera: “un gran número de hombres no forman una Gestalt, y la subdivisión de la Gestalt no lleva al individuo. La Gestalt es el todo que contiene algo más que la suma de sus partes”. De donde, “cuanto más comprometidos estamos en el movimiento, más nos persuadimos de que, oculto detrás, hay un Ser en Calma, y de que cada aceleración de velocidad refleja solamente la traducción de un lenguaje original imperecedero”.

Partiendo de esta percepción, Shayj Abdalqadir advierte cómo “Jünger, como lo había hecho anteriormente Nietzsche, extrae una fuerza salvaje, que define como realismo heroico. Resume esta importante reflexión diciendo: «La visión de las Gestalts es un acto revolucionario cuanto más reconoce la existencia de un Ser en la plenitud completa y unitaria de su vida»” (5).

En este orden de ideas, podría decirse que una comunidad no es exclusivamente una realidad, sino también una posibilidad. No existimos, pues, porque co-existimos, por conveniencia social, sino que co-existimos para que reconozcamos la Unidad del Creador, que es inherente a nosotros mismos, y de la que nos aleja la “existencia”. Dicho con otras palabras: el individuo sólo puede existir, no ya en relación a otro individuo, sino en relación a lo que lo supera. En otras palabras, que es frente a otro individuo que nos definimos como personas o sujetos, pero es frente a Allah (el Señor del Universo) que nos definimos como hombres.

Pero volvamos de nuevo a nuestro tema. ¿Qué ocurre cuando una comunidad está dominada por un “clan”? Antes de nada que el sentimiento de un “interés público” se presenta débil, ofuscado, inexistente, o de todos modos incapaz de producir efectos políticos importantes. No se trata de la despreocupación maquiavélica, que no retrocede ante cualquier medio a fin de hacer triunfar a su propia facción. Es ante todo el reflejo, a menudo oculto pero potente, de los intereses “particulares”. El chalaneo, la malversación de dinero y la extorsión nacen en este turbio clima de confusión entre lo público y lo privado. En consecuencia, parafraseando a Thomas Carlyle, todos los proyectos de este tipo de comunidad son pensados por utópicos, realizados por fanáticos y aprovechados por gente sin escrúpulos.

Ciertamente, una comunidad dirigida por un clan familiar o generacional no se priva ni un momento de empeñar su responsabilidad y sus fondos en una política de proyectos. Aun si los resultados suelen ser decepcionantes, debe ser porque resulta más fácil proyectar lo que se deja proyectar. Veinte reuniones de los responsables de este tipo de comunidad no pueden tener un impacto equivalente al de una política editorial periódica, por ejemplo. ¿Acaso no acontece, en este sentido, que la organización de la comunidad parece como si estuviera en trance de suplantar a la propia comunidad? ¿Acaso no sucede muchas veces que al celo del neófito sigue el proselitismo del arribista?

Una comunidad como tal, por tanto, es impotente respecto a una forma que se organiza según ciertas familias, mandamientos profundamente enraizados en el territorio que controlan mediante el chalaneo generacional y, cómo no, mediante el ninguneo y la indiferencia y, en último extremo, mediante la coacción.

En última instancia, este tipo de comunidad acaba por hundirse en el autismo; el aire se hace denso porque se carga no sólo de malestar agresivo, sino también de tontería y banalidad tan indestructible como una botella de plástico.

Es más, si aun se trata de comprender porqué muchas personas se vuelven insoportables, crueles, insensatos, incluso peligrosos, es esencialmente por la ausencia de una tarea común capaz de ofrecer una finalidad compartida. En ausencia de una tarea común, este tipo de comunidad sólo puede vivir desintegrada y aislada, dándose entre sus miembros toda clase de comportamientos extraños. De hecho, como observa Daryush Shayegan, la ruptura con el mundo cafre y las realidades sociales que se encarnan en él hace que las ideas, no encontrando una contrapartida en las realidades sociales, se conviertan en máscaras, esto es, en ideologías. Son pantallas que encubren tanto al individuo como su mirada delante de la realidad. De ahí el divorcio entre la idea y la actitud. Si las ideas provienen del último grito de la moda política, las actitudes, en cambio, hunden sus raíces en los más tenaces atavismos. “Se creerá hacer un discurso auténtico donde sólo hay un delirio paranoico; se creerá ser un musulmán puro y duro cuando no se es más que un subproducto de los últimos discursos caducados del siglo XIX. (...) Este estado de cosas representa el comportamiento del intelectual ideólogo del mundo islámico, que se encuentra desgarrado entre sus convicciones políticas y sus comportamientos psicológicos; doloroso divorcio que hace de nuestros ideólogos, no ya pensadores críticos, sino cruzados que se lanzan sin descanso a la conquista de molinos de viento” (6).

Es más: “Ya puede uno vestirse a la manera oriental, repetir de un cabo del día al otro fórmulas sagradas en árabe, declamar sartas de sentencias, referirse a cada paso al Corán, beber en él amplias provisiones de esperanza, encontrar mil razones para condenar el materialismo monstruoso de Occidente, la miseria de un cristianismo encogido espiritualmente como una piel de zapa, porque lo que uno quiere de verdad es quedarse en casa, arropado hasta las orejas en el refugio de las democracias «satánicas», al abrigo de un Estado «laico» de Derecho que le garantice el habeas corpus y bajo la égida reconfortante de las seguridades sociales” (7).

Como puede verse, el debate, sobre todo por sus implicaciones políticas, es de talla y no se limita a un simple desacuerdo de perfumados melancólicos alrededor de una taza de té.

No hay duda de que todo esto es verdad, pero resulta más verdadero cuando se asiste a una especie de “mitosis” de la comunidad: por un lado, quienes sostienen la comunidad como un ente burocrático, insistiendo con estúpida machaconería en el “compromiso” y en la “participación”, cunado no en la “militancia” (¡puaff...!), lo cual acaba transformando el conjunto de la comunidad en una colección de individuos exiliados en su propia multitud; por otro lado, quienes ponen el acento en la expansión de cada uno.

¿No es cierto, acaso, que este tipo de comunidad acaba, más tarde o más temprano, subdividiéndose en comunidad “oficial” y comunidad “paralela” (alternativa, diferente) creándose el concepto de disidencia y, por consiguiente, una psicología del exilio, interior o exterior? No obstante, hay que tener en cuenta que los disidentes son, en su mayoría, los que comparan, se dan cuenta del desfase, ponen el dedo en problemas reales y sobre todo se guardan de ser hombres resentidos.

En medio de este panorama, este tipo de comunidad aparece como secuestrada por una clase política endogámica que patrimonializa “la comunidad” en su provecho. En cualquier momento uno se topa con una comunidad polarizada entre el tardopaleolítico más recalcitrante y la discriminación paranoico-crítica más lesiva para la buena marcha del entendimiento. ¿Acaso no es cierto que este tipo de comunidad se mueve entre el marasmo y el espasmo? ¿No es cierto que a un momento frenético sucede siempre uno tediosamente catatónico?

De ahí resulta que sea fácil la consolidación de cualquier fenómeno en una especie de gueto, donde todos se convierten en oficiantes pasivos en el ritual de una forma de estructura social dominada por unos pocos señores que suministran y manipulan, no sólo la información, sino también los desplazamientos del dinero. ¿Cómo, si no, mantener las falsas apariencias?

Creemos que es, en este contexto, donde pueden citarse aquellas célebres palabras de Rabi’a, a propósito de cómo identificar la forma en que la conducta (Sunna) del Profeta es reconocida, transmitida, y cuya importancia, para todos los musulmanes, ocupa el lugar inmediato después del Corán. Dijo Rabi´a: “Prefiero a mil tomándolo de mil antes que uno tomándolo de uno, porque uno de uno puede hacerte perder la Sunna de las manos”. Palabras que Shayj Abdalqadir glosa de la siguiente manera: “se puede confiar en mil personas a la hora de proteger una acción determinada, mientras que por el contrario, una persona transmitiendo de otra hará que el asunto se desvanezca (...) Lo que uno debe preguntarse es si de hecho se trata de una metodología primitiva que es suplantada por otra más sofisticada, o si se trata más bien de una psicología política que, cambiando de objetivo, pasa de un tipo de hombre, con un tipo de integridad y confirmado cívicamente, para presentar en su lugar a un erudito que posee una hoja de papel que a su vez pasa, de forma ritualizada y sistemática a otra persona, convirtiéndose este proceso en la validación de todo el asunto. Dicho con otras palabras, hemos pasado del hombre políticamente libre, del que ahora se desconfía, al burócrata aislado que a su vez no confía pero que exige aceptación total” (8).

Sirvan estas palabras para dejar bien claro que un hombre políticamente libre sólo puede darse dentro de una comunidad islámica, según el modelo de Medina, más allá de cualquier consideración respecto a los territorios y las fronteras, que han de ser vistos siempre como meras expresiones de una situación de poder transitoria. En consecuencia, el musulmán sólo tiene una certidumbre: la lucha permanente en el camino de su Señor. ¿Cómo? Poniendo sus asuntos internos más allá de sus propias fronteras. Sólo así puede crecer interior y exteriormente.

En suma, sólo el hombre políticamente libre ejerce el famoso “espacio vital”, esa expresión que se basa en la teoría de que “un gran espacio mantiene la vida”. Porque el espacio –que no puede ser sino público– es la fuerza política y no meramente un vehículo de fuerzas políticas. Por tanto, la actitud de un pueblo o una comunidad con respecto al espacio público es la piedra de toque de su capacidad para la supervivencia. Igualmente, por la lógica de los opuestos, la decadencia de un pueblo o una comunidad es el resultado de una declinante conciencia de espacio público.

Pero, ¿cómo se consigue espacio público? No hay otra manera: valorando al otro para que las emociones dejen de paralizar el diálogo. De lo contrario, la realidad se vuelve dramática, y las instigaciones susurradas, chistadas, desde las sombras, se vuelven el pan de cada día. El mundo que resulta de todo ésto es un círculo cerrado que tiene una sola salida: la sombra en el corazón. Es un juego de pesadilla del que todos salen perdedores. Por consiguiente, la idea de seguridad colectiva sólo puede surgir si los intereses y la disposición a correr riesgos por parte de todos son paralelos.

Shayj Abdalqadir concibe siempre una comunidad como un organismo geográfico o como un fenómeno en el espacio. De donde, no concibe jamás la política como algo estático y descriptivo. Jamás describe y explica una condición, sino todo lo contrario, estudia la dinámica del cambio político del mundo, esto es, da vida, aire, al espacio. Si algo destaca siempre en todos sus discursos y trabajos es la insistencia en el espacio que da vida. Nunca refuerza una posición de defensa de “el acontecimiento de la comunidad”. ¿Cuántas veces no le hemos visto despotricar – y de qué manera tan expresiva– contra cualquier tipo de erupción populista enardecida con ribetes de orientalismo? ¿Cuántas veces no nos ha mostrado claramente cómo detrás de toda manifestación pueril de “todo va perfecto” no se esconden síntomas de inseguridad, de incomodidad?

De todo ello se desprende una luminosa enseñanza: la de saber enfrentarse al dilema de tener un compromiso abierto sin una salida clara, porque esto desemboca siempre en todo tipo de demostraciones de impotencia. De hecho, cuando uno no se enfrenta a dicho dilema, ¿no acaba casi siempre en el aprieto de verse atrapado entre partes intratables, poco dispuestas, y con más probabilidades de convertirse en rehén que de contribuir a la conciliación? ¿Cuántas veces no ocurre que alguien, aun sintiéndose cómodo haciendo tal o cual proyecto, tiene al mismo tiempo conciencia de que por debajo hay algo que socava, de que las cosas no están tan claras? A este respecto, los movimientos y convulsiones proliferan como hongos tras la lluvia. Por otra parte, sostener ciertos planteamientos a lo largo de mucho tiempo sin resultado visible, ¿no acarrea cierto pesimismo?

Entonces, ¿cómo hablar de consideraciones conciliadoras con respecto a una cuestión que puede estar tan cargada de emociones? Muy sencillo: ganando más espacio público, esto es, hallando más espacio que mantenga la vida. Para ello, deben atajarse los excesos de cualquier forma de gobierno desaforado que no atienda una y otra vez todo intento de interpretación sensata, porque ello sólo contribuye a que la censura, cuando no la crueldad, el chisme, campee por sus respetos entre todos.

En suma, el espacio público para mantener la vida no puede ser parte de un mundo natural. El espacio público de una comunidad no puede pertenecer más que al orden humano, no al natural. ¿Acaso puede el hombre rebelarse contra una ola de frío o una tremenda inundación? Si se produce una inundación y el hombre se pone a insultar al río, dirán de él que está loco, que se ha escapado de un manicomio. Cuando se produce una inundación, hay que encaramarse al árbol más alto y esperar pacientemente hasta que bajen las aguas. Esta es la única actuación juiciosa.

Extrapolemos este ejemplo al caso de una comunidad. ¿Nadie puede rebelarse? ¿Se vive sólo para sobrevivir? ¿Puede que un día las aguas del río bajen? ¿Puede que un día a alguien le dejen decir lo que piensa? ¿No se puede, ni siquiera se debe, hacer nada más? En estas circunstancias, el alma de todas las estrategias no puede ser otro que el miedo, en lugar del anhelo (himma); y el de todas las ambiciones, el compromiso, en lugar del contrato de incondicional sumisión al Creador (Allah).

Por todo ello, afirmamos categóricamente que exigir compromiso a un musulmán es apelar al absurdo. El musulmán no puede estar comprometido; sólo puede estar sometido a Allah. El cafre, en cambio, no puede no comprometerse, porque su situación es siempre comprometida en el interior de un discurso que le detiene (policialmente) y le impone las más duras condiciones de esclavitud. Y no estamos jugando con el lenguaje. Sometido a Allah es quien es capaz de vivir en el estado de gracia del presente, despojado de la angustia del pasado y el afán de las cosas y el futuro. Comprometido es, en cambio, aquel que depende (ya sea para convocarlo o ya para refutarlo) del aparato de instituciones, falsedades e inutilidades que ocultan e impiden esa incondicional sumisión a Allah.

Por tanto, es a partir de los valores de pertenencia, no de los de participación, cómo puede deducirse el respeto a la diferencia, la disposición a preservar el ámbito de lo fundamental. De lo contrario, con los valores exclusivos de participación, ¿no se cae una y otra vez en el más miserable individualismo? Porque como muy bien observó Werner Sombart, “desde que el individuo se hubo arrancado a la comunidad que le sobrevive, la duración de su vida se convierte en la medida de sus goces” (9). Y hoy vemos cómo se cumple este aserto: el individuo moderno no se alinea a ninguna idea de sociedad; el individuo libre de toda forma de comunidad no necesita más que a sus objetos tecnológicos, con los cuales se mueve en un territorio virtual. Así es, el hombre actual tiende tanto a inhibirse del nexo social como, en última instancia, a abolir incluso el espacio público.

Por eso es urgente, por una parte, que se aprenda a disociar “valoración del desacuerdo” y “lógica de la persecución”. ¿Acaso es posible estar de acuerdo con álguien sin antes haber estado en desacuerdo? ¿No es acaso más dulce el encuentro que acontece después de un desencuentro, aun terrible? Por otra parte, es necesario que se destierre de una vez por todas el voluntarismo en lo político, porque éste es siempre proporcional al menosprecio del componente afectivo del ser humano, dando lugar paradójicamente –en palabras del poeta Yeats– a que “los mejores estén desprovistos de convicción y los menos avisados llenos de un ardor desbordante”. Y esto sucede porque se pone el énfasis en “montar”, en “fundar” los proyectos voluntaristas, dirigidos a un tipo de resultado, exigiendo, por ello, una forma de “militancia”. Esto es precisamente lo que hace que se pierda de vista lo más evidente: que la exaltación de la voluntad en la política ignora cualquier resistencia y, por último, no sólo ignora a los hombres, sino que sienta las bases del desprecio de las libertades de cada uno. Si el plan, si el proyecto o el programa no se logra, es que hay mala voluntad, sabotaje, traición. Eso explica que el fracaso y la impotencia acaben institucionalizándose, de modo que los nuevos miembros que van llegando, al no encontrar un punto de anclaje, permanecen en un espacio (esto es, en un pensamiento sin lugar) que no está nada preparado para recibirlos y menos para integrarlos.

Por todas estas razones, en una comunidad hay que evitar la susceptibilidad insatisfecha, las obsesiones viscerales, la endogamia. ¿Cómo, si no, conquistar nuevos territorios libres, zonas francas para la extensión de la soberanía? ¿Cómo, si no, crear ese espacio vital y espiritual para existir en la integridad, para convivir con otros sin temor, sin abjuraciones rencorosas? ¿Cómo, si no, quedar integralmente solidarizados por el honor y la fidelidad?

Hay una vieja receta populista que consiste en exaltar “la comunidad” (como otros hacen lo propio con “el pueblo”) para encubrir otros problemas. Es el camino más lamentable que puede escoger un líder político, porque ello conlleva tomar como tema central el recorte de la autonomía de que gozan los demás.

En ese galimatías de poderes por equilibrar, el líder político juega un papel importante en el proceso negociador como catalizador de los intereses de una comunidad. Pero siempre, desde los niveles más altos a los más bajos, el proceso para llegar a muchos acuerdos equivale a caminar con el barro hasta las rodillas. Y aquí no cabe parapetarse entonces tras la cínica máscara del anarquista amargado.

Un líder político es una autoridad que apenas tiene que mandar, que representa y mantiene la unidad. Por ello no fuerza, ni impone; no crea conflictos, sino que tiende a resolverlos, arbitrando, reconciliando, equilibrando. Porque ser líder político no es un privilegio; es una tarea, es un servicio; es la encarnación de la ley interior que recuerda y salvaguarda el orden en el exterior. Si se le caracteriza por algo es, sobre todo, por su condición de querer servir a los demás. Como nos recuerda Shayj Abdalqadir, “los Riyala-llah son los hombres que saben que su papel es servir a los demás, y que este servicio a los demás va más allá de servir a su familia; es servir a toda la comunidad, y ésta es la gente que puede ser llamada sufi, y es en este movimiento para servir a los demás donde se hacen fuertes”. Y a continuación, rubrica: “el corazón que está completo es aquel que ha vivido una vida externamente al servicio de los demás e internamente al servicio de Allah (...), éste es el instrumento de este proceso, y el medio para alcanzar esto es exclusivamente el dhikr (recuerdo) de Allah” (10).

Efectivamente, el recuerdo de Allah (dhikr) y la vida deben unirse a través de algo que esté operando en uno y de lo que se es responsable y que los va informando sin esfuerzo. Porque sin acción, el dhikr lo único que consigue es aumentar la pasividad. Por tanto, no se puede utilizar el recuerdo de Allah para mantenerse alejado del arraigo y la disciplina o, lo que es lo mismo, de los atributos invisibles de Allah: la voluntad, el conocimiento y el poder, esto es, alta ambición, alta visión y trabajo en el camino de Allah (fisabilil-lah), según una equivalencia acuñada por Shayj Abdalqadir. Porque Allah nos pedirá cuentas el Día del Levantamiento por el empleo que hayamos hecho con Sus atributos, los cuales nos ha prestado para que los utilicemos correctamente. Porque ese día –en palabras de Shayj Abdalqadir–, los fosfatos irán con los fosfatos, los sulfuros con los sulfuros, los carbonos con los carbonos. Pero, ¿y los atributos invisibles? ¿La Voluntad, el Conocimiento, el Poder? ¡Tenemos que ejercerlos! Es nuestra responsabilidad como líderes políticos, como califas, esto es, como representantes soberanos de Allah en este mundo.

Un líder político auténtico, por tanto, exige a los hombres que aprendan a no adoptar decisiones consensuadas, a dirigirse en lugar de seguirle, a vivir de forma jerarquizada, a no ser vulnerables. Si hay algunos rasgos generales por los cuales se caracteriza un líder político son éstos: es un hombre con conocimiento, salud robusta, firmeza compasiva, buena voluntad y liderazgo generoso, que cree en el mérito del esfuerzo, pero oculta el mérito propio. En síntesis, es de espíritu elegante, rigurosa sobriedad, auténtica sencillez, excelente criterio, apasionado entusiasmo. Y, cómo no, tiene en cuenta una serie de características a la hora de actuar. Es capaz de leer correctamente su entorno, observar lo que está pasando en el mundo y actuar en consecuencia. Es capaz de trabajar constantemente con los demás, fomentando la colaboración. Es muy abierto al constante desarrollo, no sólo de sí mismo, sino de los demás. Es muy sensible a cómo lo perciben los demás. Es un “trabajador del conocimiento” o, lo que es lo mismo, sabe qué es lo que los otros demandan. Conoce las actitudes de los demás y, sobre todo, sabe el impacto que causa en la gente que le rodea. Tiene seguidores, los cuales, a su vez, influyen en él. Conoce sus puntos fuertes (para aprovecharlos) y sus puntos débiles (para minimizarlos). Forma un equipo donde cada uno tiene un papel diferenciado. Apoya a su gente y la estimula.

Por el contrario, un líder político que se autonombra y que se embriaga de entusiasmo pronto y actúa en nombre de causas altisonantes, despierta siempre la antipatía. Porque se halla demasiado sujeto a los demás y porque pierde así toda buena disposición (espiritual) para salir de sí mismo. ¿Acaso sus juicios no caen, de este modo, en alternativas lamentables, como la melancolía? ¿Acaso no muda sus opiniones a cada hora? Sin duda, no hay peor drama para un líder político que ejercer el poder sin que este ejercicio le haga cambiar.

Un líder político con facundia de “iluminado”, esto es, con brumas y miasmas, que cuando se acerca, viene precedido siempre por un auditorio de mentecatos, por una cohorte de espíritus sin aliento, de esos que anulan la realidad y postulan un ideal, nacido casi siempre del fermento de sus rencores, y que acaba, finalmente, tratando con grosería a los disidentes, ¿cuántas veces no exorciza, de esta manera, su propia frustración?, ¿cuántas veces no oculta el testimonio de su voluntad de dominio político, esa voluntad de afirmarse negando al otro? Esto Nietzsche lo entendió como resentimiento y reacción pura. ¿Acaso el lenguaje del resentimiento no se emplea siempre para justificar los fracasos? ¿Acaso no se mueve siempre este tipo de líder político dentro de cierto umbral, que sólo rebasa por una supuesta responsabilidad visionaria? ¿Acaso no adquiere el encargo de mantener la cohesión del grupo o la comunidad con el combustible de los hombres más entregados, de la misma manera que los sacerdotes aztecas mantenían el sol ardiendo con el combustible de los corazones que periódicamente le ofrecían?

Por otro lado, mucho más antipático (e incluso más patético) resulta un líder político que piensa en primer y último término en sí mismo, que interiormente transige y exteriormente se acoraza.

Tanto uno como otro oscilan siempre entre el deseo ebrio de reconocimiento y la voluntad satánica de autoafirmación. En consecuencia, tanto ellos mismos como la gente que los siguen acaban perdiendo el contacto real con el nexo social.

En resumidas cuentas, un líder político no puede cultivar la carrera de líder político y defenderse constantemente de la sinceridad, mediante la elusión o la duplicidad. No debe apelar a lo correcto para minimizar lo incorrecto. Con ello sólo demostraría una fuerza condescendiente y depresiva de “la buena voluntad”. La experiencia de la integridad, al fin y al cabo, la proporciona el saber que uno respeta la palabra de otro. Y ésto, hoy por hoy, sólo es concebible bajo un gobierno islámico según el mensaje de Medina, descrito por Shayj Abdalqadir al-Murabit de la siguiente manera: “¡no eres musulmán hasta que tu sociedad no esté a salvo! (...) No puede concebirse un musulmán privado de ámbito social. No hay hombría sin gobierno” (11).

Ahora bien, este gobierno islámico no debe estar supeditado a ningún tipo de estructura institucionalizada de poder. Shayj Abdalqadir es concluyente: “Hemos llegado a la inevitable conclusión de que un Islam basado en estructuras masónicas: sociedades islámicas, centros islámicos con comités, presidentes, procesos «democráticos», todo eso, en lugar de reforzar Islam, lo divide más aún y lo hace menos confiable. Islam no va a revivir por las asociaciones islámicas ni por una «Unión de Asociaciones Islámicas» que puede ser controlada y explotada con fines políticos por conferencias y secretariados islámicos”(12). Por el contrario, como continúa señalando Shayj Abdalqadir: “el cuerpo islámico, la comunidad de los musulmanes, tiene un camino único: el de un modelo cívico bajo un emir gobernado por la shari’a (ley)” (13). De hecho, la tensión dinámica, la dialéctica entre el emirato y el fiqh, esto es, entre el gobierno del líder político y el conocimiento, tanto de las normas de conducta que Allah ha trazado para sus siervos (shari’a) como de las fuentes o las bases de la práctica de adoración y servicio a Allah (Din), es “el primer componente del gobierno islámico” (14). Porque en una comunidad regida por una ley religiosa no se encuentra diferencia entre la ley externa y el sentimiento interno. En este contexto, como dijo Rumi: “el sabio es siempre el visitado, y el emir el que visita.”

Pero, ¿qué es el conocimiento? Según Imam Malik, que Allah esté complacido con él: “el conocimiento no consiste en muchas riwaya (recitaciones o transmisiones del Corán u otros textos). El conocimiento es una luz que Allah pone en el corazón”. Palabras que Shayj Abdalqadir glosa de la siguiente manera: “Con esta declaración Malik condena el camino que lleva a la creación de un grupo que se arroga una autoridad y una posición como élite a partir de su erudita metodología de acceso al hadiz por riwaya, en vez de hacerlo a partir de un ser humano totalmente integrado en cuyo corazón ha puesto Allah una luz” (15).

El emirato, por tanto –concluye Shayj Abdalqadir–, “se apoya, se sostiene, está controlado y es efectivo gracias a los fuqaha que ostentan el poder de impedir que la gente se salga de los límites marcados por el Kitab wa Sunna” (16). Esto es, el emir está supeditado a los hombres de conocimiento que definen los límites de la ley (shari´a) descritos en el Noble Corán o, lo que es lo mismo, todas las normas de conducta que Allah ha trazado para Sus siervos y que determina la vida y la conducta del hombre sobre la tierra. Por tanto, en Islam no hay edificio estructural, estático, monolítico, inaccesible. Por el contrario, Islam es algo vivo, “hecho de Corán y Sunna encarnado como ‘amal (acción, comportamiento) social. Esto es sencillo, activo y radical, e implica el inmediato establecimiento del poder mediante el acto obligatorio y necesario de obedecer los pilares fundamentales del Islam: shahada (afirmación de que «no hay más divinidad que Allah y que Muhammad es el Mensajero de Allah»), salat (oración), sawn (ayuno), zakat (pago del único impuesto que existe en Islam, y que supone un 2,5% sobre la riqueza acumulada durante un año) y, por último, haÿÿ (peregrinación a Meca)” (17).

Por todo ello, la responsabilidad de cada uno en la política global de una comunidad pasa (para no encontrarse nunca desorientado y confuso) por la unidad de propuestas y de orientación que le es dada por el hombre de más conocimiento. Este hombre –que no puede ser otro sino el Shayj, el Maestro o Guía– tiene una gran idea conductora que elabora y reelabora desde todos los ángulos posibles. El resto de la comunidad, en cambio, trabaja ad hoc, desarrollando estrategias, políticas positivas, encontrando nuevas ideas válidas, dando sustancia, en definitiva, a las orientaciones del Maestro.

No cabe preguntar si son necesarios los Guías, puesto que los hombres los han buscado siempre, desde la noche de los tiempos. Pero lo que ocurre la mayoría de las veces es que los hombres los han buscado, pero no para seguirlos, sino para llevarlos. Pocos los han seguido de verdad. La mayoría utilizan la figura de un Maestro más como una bandera que como una guía, o incluso menos aún: como una mascota a la que llevan y traen de un lado para otro.

Sin las orientaciones de un Maestro, es fácil advertir los riesgos de una jerarquía acéfala, puramente procesual, carente de contenidos, lo cual lleva a muchos a dar largas cuando se trata de pasar a los hechos en dirección a una unión comunitaria efectiva. No digamos si sólo se tienen en cuenta las interpretaciones caprichosas de lo que dice el Maestro. En este caso, la élite de la comunidad demuestra siempre no estar preparada ante los desafíos del mundo: o bien resulta ser demasiado grande, idealizada y lejana para conseguir tener un contacto vital con los demás; o bien demasiado pequeña y débil para dar curso a los enormes proyectos en rápido desarrollo. Son hechos: muchos pueden quedar paralizados por la gran historia pasada de la comunidad; en el momento en que algunos se ponen en movimiento, otros se protegen y encierran en sí mismos. Igualmente, una comunidad, fuerte demográficamente pero débil económicamente, ¿no acaba desarrollando, en consecuencia, una especie de complejo del asedio ?

Por eso, y de una vez por todas, la comunidad no es “la cuestión”. Ni tampoco lo es el objetivo de desarrollar proyectos o lograr la perfección externa y proporcionar acontecimientos. Por el contrario, “la cuestión” se halla ligada con la “influencia de grupo”, que puede explicarse del siguiente modo: digamos que el método que emplea un Maestro consiste en darle a una persona con una cualidad concreta un papel acorde con dicha cualidad en el que su propia cualidad destaque aún con mayor claridad, de tal modo que no sólo lo perciban los demás, sino también ella misma. Así, por ejemplo, intentar hallar un papel para aquel que sufre inclinaciones autocráticas, de tal modo que todos le vean –y él mismo se vea– como es en realidad, en plena fuerza de sus características más destacadas. Ello conduce, casi siempre, a procesos correctivos que, sí, resultan dolorosos, pero sumamente útiles. Creemos que se debe fundamentalmente a este método el hecho de que, por ejemplo, la persona más desagradable pueda ser, al cabo de cierto tiempo, uno de los individuos más encantadores, eficaces y populares de una comunidad.

Evidentemente, el Maestro también suele situar a algunas personas en papeles que son opuestos o distintos de sus características y circunstancias principales. Así, al hombre remilgado, por ejemplo, le induce a que desempeñe el papel de sirviente, y al hombre cínico en un papel que le ayude a advertir –y, durante un tiempo, a sentir– lo que significa luchar y morir por una causa. Al fin y al cabo, todo Maestro (en este caso, sufi) viene a recordarnos aquello que decía Muhammad, que Allah bendiga y le conceda paz: “Yo he venido a perfeccionar el buen carácter”. Este es justamente el objetivo de todo musulmán y el resultado de seguir el camino del Sello de los Profetas, el último Mensajero: Muhammad, que Allah bendiga y le conceda paz.

Ello no impide, sin embargo, que puedan observarse algunos posibles engaños y autoengaños que rodean el trabajo sin término en pro de la comunidad. Ciertamente, siempre ha habido gente que se ha engolfado en un trabajo sin término en pro de su comunidad, a fin de escapar continuamente al vacío, camuflándolo casi siempre en una especie de “altruismo”. Gente que ha perdido así todo centro de su propia existencia, que ha descuidado todos sus asuntos, y que ha sufrido por ello. A ver, si no: ¿cuántas veces esta conducta no ha tomado la forma de un desvarío colectivo?

No obstante, la comunidad, en sí misma, es una misericordia. Como dijo Rumi, a propósito de cómo Muhammad, que Allah le bendiga y le conceda paz, realizaba infatigables esfuerzos para afianzar la comunidad: “las almas reunidas son mucho más fuertes que las que viven en el aislamiento y la soledad (...) Las casas aisladas están destinadas a la separación y sirven para ocultar nuestros defectos” (18).

En consecuencia, y dado que se pertenece a una comunidad, nuestro trabajo somos nosotros mismos “aquí y ahora”. ¿Acaso el hombre auténtico no es el esclavo del instante? Nuestro trabajo, pues, depende totalmente de nuestra capacidad de vivir a fondo el instante sin la maniática angustia de quemarlo pronto. Dicho con otras palabras, hemos devivir este momento sin sacrificarlo al futuro, sin aniquilarlo en los proyectos y en los programas, sin considerarlo como un simple momento que ha de pasar rápido para alcanzar otra cosa. De lo contrario, ¿cómo conectar la acción (Sunna) y el conocimiento (fiqh) con el comportamiento (‘amal)? Para ello se debe tener muy en cuenta el nuevo concepto de libertad que Jünger da en su obra La emboscadura: “Esta libertad no tiene nada que ver con aquella que protesta o emigra, sino que es una libertad que ayuda a decidirse a luchar”. Y que Shayj Abdalqadir al-Murabit rubrica: “La libertad es existencia. Lo cual significa que no puede haber sumisión sino a lo Divino, y esto se llama Islam” (19).



Yasin Trigo
(Sevilla, Ramadán de 1996)

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NOTAS


(1).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, Educación Islámica de Raíz, Ed. Kutubia,
Granada, 1994, p. 122.
(2).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, ibidem, p. 142.
(3).- Ian Dallas (Shayj Abdalqadir al-Murabit), La Gestalt de la libertad, ponencia
del Simposio-Homenaje a Ernst Jünger, Bilbao, 16-17-18 de octubre de
1989, publicado por el Ayuntamiento de Bilbao en 1990, pp. 167-186.
(4).- Ian Dallas, ibidem.
(5).- Ian Dallas, ibidem.
(6).- Daryush Shayegan, La mirada mutilada, Ediciones 62, Península,
Barcelona, 1990, pp. 60-72.
(7).- Daryush Shayegan, ibidem, p. 97.
(8).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, Educación Islámica de Raíz, op. cit., 146.
(9).- Werner Sombart, Lujo y capitalismo, Revista de Occidente, Madrid, 1951.
(10).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, “Discurso” del día 20 del mes de Ramadán de
1993, en Granada.
(11).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, Educación Islámica de Raíz, op. cit., p. 64.
(12).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, Carta a un musulmán africano, Diwan
Press, Norwich (Inglaterra), 1981.
(13).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, Educación Islámica de Raíz, op. cit., p. 154.
(14).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, ibidem, p. 42.
(15).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, ibidem, p. 154.
(16).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, ibidem, p. 30.
(17).- Shayj Abdalqadir al-Murabit, ibidem, p. 185.
(18).- Rumi, Fihi-ma-fihi, Ed. del Peregrino, Rosario (Argentina), 1981, p. 91.
(19).- Ian Dallas, op. cit.

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